El sentido
literal, ya lo dijimos antes, es el que pretendió dar a sus palabras el autor sagrado.
El sentido
acomodado es el que le atribuye al texto un lector, no su autor.
La acomodación se presta por lo tanto a cometer una verdadera usurpación de la Palabra de Dios, su tergiversación ingenua o maliciosa, (lo mismo da). Se presta a cobijar bajo la autoridad divina, las propias ideas, ideologías y pensamientos. Puede prestarse a veces a cometer una verdadera estafa del sentido literal auténtico del texto sagrado, escamoteándolo y sustituyéndolo por un sentido puramente humano pero disfrazado de Palabra de Dios. Realmente: una falsa profecía.
En cuanto que el sentido acomodado es una atribución: la atribución puede quedar implícita [atribución mental] o afirmarse explícitamente como sentido literal [atribución argumental]. Puede ser ingenua por simple error, o puede ser advertida, pretendida e intencional. A su vez, esta atribución intencional puede ser simplemente decorativa o bien puede ser esgrimida argumentalmente, utilizada con fines humanos, como es el caso de las acomodaciones psicológicas y de consejería en los escritos bíblicos de Anselm Grün.
Los que pretenden que le es lícito al lector atribuirle sentidos diversos a los textos de la Sagrada Escritura, pierden de vista la doctrina católica de la inspiración y – con ella – la diferencia que existe entre autor y lector, desde el punto de vista de Dios y de la acción del Espíritu Santo en el uno o en el otro.
El autor tiene el carisma de la inspiración. El lector o intérprete no.
Éste debe atenerse al sentido literal y prestarle fe; debe argumentar partiendo de él y fundándose en él. Le es lícito sacar consecuencias del sentido literal (sentido consecuente) pero no atribuirle sentidos que eran ajenos a la intención del autor.
“Se entiende por sentido acomodado – dicen Tuya-Salguero – el uso [!!!] de los textos bíblicos, aplicados a otro propósito del que fue intentado por el hagiógrafo”.
Obsérvese bien: El que acomoda la Escritura, ¡la usa!, o sea se apropia de ella y la instrumentaliza para sus propios fines, que pueden ser ajenos y aún contrarios a la intención de Dios y del autor Sagrado. Es un uso que se hace de los textos bíblicos. Usar e instrumentalizar supone un adueñarse de la palabra para los propios fines. El creyente en cambio, no es dueño del sentido de la escritura, sino su servidor y oyente, que obedece a la Palabra de Dios.
“El fundamento de la acomodación – prosiguen Tuya y Salguero – es cierta analogía que puede haber entre un texto en cuestión y el propósito distinto al que quiere traérsele [aducirlo]”
“Este fundamento analógico del texto puede ser doble: si está basado en el contenido del mismo, entonces hay la “acomodación real”, o “por extensión” [sentido consecuente] si está basado sólo en la semejanza o asonancia material de las palabras, hay la “acomodación verbal”, o “por alusión” [al texto bíblico].
Cuidado con la irreverencia
Cuando la acomodación se hace sin suficiente fundamento espiritual y religioso, hay que aplicar la advertencia de Tuya y Salguero:
“se ha de tener muy presente que no se han de “acomodar” con violencia, pues sería traer esos pasajes a contrapelo, y no quedaría exento su uso de irreverencia para con la palabra de Dios. Y, en consecuencia, que no se puede sacar argumento dogmático tomado de esta palabra de Dios, ya que se la toma sólo por “analogía”.
Hay una irreverencia muy difundida en ambientes religiosos que usa palabras de la Sagrada Escritura en situaciones o para fines profanos. Por ejemplo: se produce un apagón en un convento y alguien exclama jocosamente “¡Hágase la luz!”. Todo un Señor Presidente, termina un discurso invitando a su país con la frase de Cristo: “¡Levántate y anda!”.
Si el segundo mandamiento prescribe no tomar el Santo Nombre del Señor en vano, cae bajo la misma prohibición no tomar sus santas palabras en vano ni para la broma o sin necesidad. Hacerlo es faltar al segundo mandamiento.
[Fuente: Manuel de Tuya – José Salguero, Introducción a la Biblia, BAC, Madrid 1967]